El Espejo Roto

Clara y Gabriel parecían, a simple vista, la pareja perfecta. Se conocieron en una cena de amigos en común, y desde el primer momento, Gabriel brilló ante los ojos de Clara. Él era encantador, elocuente y siempre el centro de atención. Hablaba de sus logros con una confianza que la hacía sentir pequeña, pero a la vez, intrigada. Era como si irradiara una luz tan intensa que iluminaba todo lo que tocaba. Clara, deslumbrada por su seguridad y magnetismo, pronto cayó bajo su hechizo.

Al principio, todo fue un sueño. Gabriel la llenaba de cumplidos, atenciones y promesas de un futuro juntos que parecía sacado de un cuento de hadas. “Nunca había conocido a alguien como tú”, le decía mientras la miraba con esos ojos que parecían penetrar su alma. Clara sentía que había encontrado al hombre perfecto, alguien que siempre tenía el control y que la hacía sentir segura. Era como si Gabriel hubiera descendido de un pedestal dorado, dispuesto a convertirla en su reina.

Pero con el paso de los meses, la máscara de Gabriel comenzó a resquebrajarse. Empezaron a aparecer pequeñas grietas en su fachada impecable. Cada vez que Clara intentaba expresar alguna opinión diferente a la de él, Gabriel se ponía a la defensiva. La conversación, que comenzaba con un desacuerdo leve, terminaba con Gabriel recordándole todo lo que él había hecho por ella, cómo él siempre sabía lo que era mejor y lo “insignificante” que eran sus preocupaciones en comparación con sus “grandes problemas”.

“¿Cómo te atreves a cuestionarme?”, le espetaba con una mezcla de indignación y desprecio. “Tú no estarías donde estás si no fuera por mí”. Clara empezaba a dudar de sí misma, como si cada palabra de él fuera una verdad incuestionable. Pero había algo en su mirada, algo vacío detrás de la perfección que tanto proyectaba, que comenzaba a asustarla.

Los momentos de afecto comenzaron a escasear, y cada vez que Clara intentaba acercarse a él, Gabriel se mostraba frío y distante. Era como si todo el amor y atención que alguna vez había derramado sobre ella se hubiera agotado de repente. A veces, Gabriel la ignoraba completamente, sumergido en su mundo de grandeza, contando sus “logros” a cualquiera que quisiera escuchar. Necesitaba constantemente ser admirado y validado, no solo por Clara, sino por todos a su alrededor.

Si alguna vez Clara brillaba, aunque solo fuera un poco más que él, Gabriel encontraba la forma de apagar su luz. Si recibía un ascenso en el trabajo o un cumplido de alguien cercano, Gabriel le restaba importancia: “Eso no es nada comparado con lo que yo he logrado”. Y así, poco a poco, Clara comenzó a desaparecer. Su voz, sus opiniones, sus sueños… todo se iba desvaneciendo mientras trataba de ajustarse al molde que Gabriel había creado para ella.

Una noche, mientras cenaban en un elegante restaurante, Gabriel empezó a hablar sobre un nuevo proyecto que estaba emprendiendo. Clara, que había tenido un día agotador en el trabajo, apenas respondía, intentando no molestarle. Pero Gabriel, siempre hambriento de atención, notó su falta de entusiasmo y la miró con desprecio. “¿Qué te pasa? ¿No te das cuenta de lo importante que es esto?”, le dijo en voz baja, con una furia contenida.

Clara, sintiendo que su garganta se cerraba, intentó explicarse, pero Gabriel no la dejó terminar. “Siempre piensas en ti misma, nunca en mí. Si no fuera por mí, seguirías siendo una nadie”. Fue en ese momento cuando Clara lo vio con claridad: Gabriel nunca había sido el hombre perfecto que ella había imaginado. Su amor nunca había sido real. Todo era un reflejo, un espejismo construido por él para mantenerla atrapada, pequeña y siempre bajo su control.

Esa noche, Clara hizo algo que nunca antes había hecho. Se levantó de la mesa, dejó su copa de vino a medio terminar, y sin decir una palabra, salió del restaurante. Mientras caminaba por las calles vacías, sintió el aire frío en su rostro y, por primera vez en mucho tiempo, respiró profundamente. El hechizo se había roto. Había sido liberada.

Gabriel, atrapado en su propio mundo de espejos, nunca comprendió lo que había perdido. Porque, al final, solo podía amar una cosa: su propio reflejo.


Esta historia ilustra cómo la relación con un narcisista grandioso puede inicialmente ser cautivadora, pero con el tiempo se convierte en una prisión emocional. La persona narcisista busca siempre ser el centro de atención y desvaloriza a quienes están a su alrededor para mantener el control. ¿Qué te ha parecido?

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